Reflexiones de un martes lluvioso.

Y a partir de ahí comprendí que nada es lo que parece ser, o al menos, nada de lo que decimos ser. Palabras. No sé por qué necesitamos hacer uso de éstas tan a menudo. Hasta el punto de haber gente que se gana la vida con ellas. ¿Acaso no deberíamos ir más allá? Y sobre todo, ¿acaso no deberíamos basar nuestras vidas en hechos, no en meras ideas materializadas? Es como aquel deprimido que va al psicólogo para que le cuente una sarta de mentiras que golpearán contra las paredes de la cabeza de ese hombre. Su ilusión. Que las palabras no van a solucionar que su mujer le haya dejado por alguien más joven o que sus hijos prefieran las tecnologías a sus juegos. Y que tarde o temprano esas palabras alentadoras se olvidarán y volverá a recaer, a ver la realidad, su realidad. ¿Acaso no sería más gratificante que su mujer volviera a casa? o ¿que sus hijos le pidan cuentos para dormir? Son los llamados 'actos', aquellos que de verdad ayudan y que sin embargo están tan poco manifiestos. Pero claro, las palabras son fáciles, asequibles, gratis y sobre todo no implican ningún tipo de esfuerzo ni de costo. Pero por encima de eso, me di cuenta de algo común a la sociedad, a cualquiera: nosotros no somos los que utilizamos el lenguaje, sino que es él quien nos utiliza. De manera que acomoda a los hechos en algún rincón para abrirse paso entre las bocas de aquellos pobres ingenuos que creen que son aquellos sonidos ordenados los que conseguirán conmover o permanecer en el tiempo. Porque al fin y al cabo lo que prevalece son las demostraciones, lo notorio. Un abrazo para aquel deprimido junto con unas cervecitas hubiesen sido mucho más memorables que aquel parcial engaño del psicólogo. 

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